Pero, a veces, solo se detiene.
Y entonces ves al cielo, ves al suelo. Ves al hombre y ves a Dios.
Y me ves a mí, y te veo a ti.
Y te ves a ti. Y te odias, te amas, te admiras y te envidias.
Solo se detiene.
No se detiene por ti, por mí, por él o por ella.
Se detiene para amar, para odiar, para desear y extrañar.
Pero a veces no se detiene.
Y llegas hasta el último de tus suspiros, la última estrella de esperanza en ese firmamento perdido.
Y no se detiene.
Y esperas el momento correcto, el momento ideal. Momento de nacer y de morir. De construir y destruir. Un momento que deseas para siempre pero no llegará jamás.
No se detiene.
Usualmente, sin embargo, sí lo hace.
Y es cuando se detiene que debes cuestionarte si estás listo y sabes qué hacer.
Y en ese instante deseas que no se detenga. Para no sentir, no vivir, no suspirar, no anhelar y no extrañar.
Entonces se detiene. Para ti, por ti. Para mí, por mí. Eso deseamos creer.
Y todo se rompe o renace. Pero sabes que la vida no es un
fénix que resurgirá de sus cenizas para reconstruir esos dulces recuerdos que
cada día se hacen más lejano y te cuestionas si son reales o simplemente un
sueño perdido en el viento, regalado al tiempo. Y tú tampoco renacerás.
Construirás tu futuro en esos momentos de pánico y cristal,
hasta el último segundo.
Segundo en que solo se detiene.